No deja de ser curioso que a este humilde fotógrafo le encarguen un
texto sobre los árboles y la fotografía,
teniendo en cuenta que desde hace ya más de cinco años decidí venirme a vivir
con mi familia a estos páramos de la Alta Mancha, conocidos como la Mesa de
Ocaña, desde los que hoy escribo. Un territorio elevado sobre la vega de
Aranjuez y que es la puerta de las extensas llanuras manchegas que se abren
hacia el sur al pie de las terrazas de La Guardia. El hoy olvidado escritor y caminante
Ciro Bayo recorrió estas tierras hará ya cerca de un siglo: «lo que se veía era
la Mesa de Ocaña, así llamada por la topografía y la abundancia del terreno;
pero la impresión es tremenda para el pobre caminante que ha de ganar a pie tan
dilatada llanura. (…) Así y todo, esa vasta extensión tiene su belleza, hasta
diría sus encantos; son los efectos de la luz de deslumbrante intensidad».
Y si algo caracteriza a estas llanuras
no es su abundancia en árboles, sino más bien todo lo contrario. Aunque ello
también sea engañoso a primera vista, pues aquí y allá, unas veces sueltas y
otras adehesadas o en manchas más espesas, las humildes e ibéricas encinas
sombrean y humanizan el paisaje (sin contar con olivos y almendros, que ya
anuncian el Mediterráneo y el sur). Encinas como aquella en la que Juan Haldudo
tenía atado a Andresillo para zurrarle, cuando nuestro señor don Quijote acertó
a pasar por allí y liberar al chaval… momentáneamente, eso sí, que ninguna
libertad es duradera.
Bien es verdad que no son las mesetas castellanas, o mejor
aún sus pobladores, así en general, amantes de los árboles, como cantó en
dolidos versos Antonio Machado: «El hombre de estos campos que incendia los
pinares / y su despojo aguarda como botín de guerra, / antaño hubo raído los
negros encinares, / talado los robustos robledos de la sierra». El poeta, que quiso
confundir su alma con un olmo, sabía que «el campo mismo se hizo / árbol en ti,
parda encina».
Pero
no se trata aquí de hablar sólo de árboles ―ni de esta tierra que ahora me
acoge―, sino también de fotografía. Le gusta decir a mi amigo Eduardo Momeñe
que la fotografía se mueve por la superficie de las cosas, que por otra parte es
lo único que podemos conocer. Pero que esa superficie aquí y allá presenta
grietas o hendiduras que nos muestran algo del interior. Y acaso la gracia
estriba en penetrar por esas hendiduras y querer ver más. Podríamos añadir: y
también en fijarse en aquello que se eleva sobre esa superficie. Pocos
elementos se elevan sobre la superficie del mundo y se muestran con la
convicción y la altivez con la que se muestran los árboles. Al fin y al cabo todo
lo que triunfa sobre la tierra se yergue sobre ella, aunque sea temporalmente.
En Renadío, la novela del provenzal
Jean Giono, Panturle, su protagonista, aparece al final erguido sobre el campo
de labor, fuerte y triunfante, «hincado en la tierra como una columna», dice
Giono. O como un roble, que diríamos por estas tierras.
Porque
los árboles, por encima de todo y como cualquier ser vivo, se muestran; se
muestran y en ello se complacen. Se muestran para ser vistos y, por lo tanto,
para ser fotografiados. Hannah Arendt, en La
vida del espíritu, su libro póstumo y acaso una de sus obras de mayor
profundidad, se detiene a estudiar, en su primer capítulo, la idea de la
apariencia. «El término apariencia carecería de sentido si no existiesen receptores
de las apariencias. (…) Todo lo que es, está destinado a ser percibido por
alguien. (…) Quizá no hay nada más sorprendente en este mundo nuestro que la
casi infinita diversidad de sus apariencias, el enorme valor como espectáculo
de sus vistas, sonidos y olores». Y no contenta con esta defensa de la
apariencia, un tanto extraña a la filosofía tradicional, continúa hablando
acerca del valor de la superficie, y nos cuenta cómo Adolf Portmann «demuestra
que la gran variedad de la vida animal y vegetal, la riqueza de exhibición en
su pura superficialidad funcional, no puede analizarse desde las teorías
habituales que interpretan la vida en términos de funcionalidad». En definitiva
para Arendt la apariencia es algo inseparable de la ilusión, pues «las
ilusiones presuponen las apariencias como el error presupone la verdad». Y la filósofa
sabe que «las ilusiones naturales e inevitables son propias del mundo de las
apariencias al que resulta imposible sustraerse» y que ello «constituye el
argumento más plausible contra el positivismo ingenuo, que cree haber
encontrado un fundamento para la certeza al no tener en cuenta ningún fenómeno
mental y aferrarse a los hechos observables».
Nosotros,
que no somos positivistas ingenuos y sí amantes de ilusiones y apariencias, ―pues
¿qué es si no la fotografía?―, sabemos ahora que los árboles no sólo están ahí
para cumplir con sus funciones biológicas, sino que están ahí para mostrarse,
para que los veamos ―los fotografiemos― y eso, que es un hecho, es también una
ilusión cargada de significados. Desde las imágenes de Fox Talbot en los
albores de la fotografía, los árboles han estado en el punto de mira de los
fotógrafos. Fue este inglés quien fijó las primeras leyes de nuestro lenguaje
al inventar el sistema negativo-positivo y así traer al mundo la fotografía
como un medio de reproducción que permitía hacer ilimitadas copias de un
negativo original, mal que les pese a muchos artistas, curadores y
otros individuos de su especie, que se empeñan en hacer obras únicas o limitadas
de lo que por definición son gozosas copias al alcance de los más y no de los
menos. Otra historia habría sido si se hubiesen impuesto aquellos bellos,
venenosos e irreproducibles daguerrotipos franceses… como, por cierto, sí se
han impuesto ciertos filósofos franceses ―Derrida, Foucault, Deleuze y otros―,
no sé si también venenosos, pero sí que al menos, con su negación de la
autonomía del sujeto y sus ideales estetizantes y aristocráticos, han dado
cobertura teórica a tanta modernidad, posmodernidad
o lo que toque. (Para los interesados en continuar por este camino, véase
el libro del profesor Eduardo Álvarez: Vida
y dialéctica del sujeto. La controversia de la modernidad.)
Pero
Fox Talbot, este Gutenberg de la imagen, vino a hacer fácilmente reproductibles,
es decir, asequibles y cercanas, las imágenes fotográficas del mundo, que es
tanto como decir las de nosotros mismos (y así dio pie un siglo después, sin poderlo
imaginar, a algunos de los ensayos más jugosos de Walter Benjamin). Y Talbot,
que además de padre de la técnica fue un magnífico fotógrafo, ¿qué es lo
primero que pensó en hacer con esas imágenes? Pues ¡libros!, como no podía ser
de otro modo. Y entre ellos uno, el primero, llamado The Pencil of Nature. Así nacía la fotografía: en forma de libro…
¿podríamos decir: para ser leída?
Fijémonos,
por ejemplo, en las imágenes de árboles en su desnudez invernal, con los huesos
de sus esqueletos a la vista. Observen las fotografías de André Kertész, de
Harry Callahan o de Frank Horvat, indiscutibles maestros. Hay una característica
que une a estas imágenes tan distintas entre sí y a algunas más: para resaltar
aún más la estructura de los árboles, éstos han sido fotografiados no sólo
desnudos, sino recortados sobre la nieve, acentuando con ello el minimalismo de
la imagen y el grafismo casi verbal de sus troncos y ramas.
Más en
concreto, me quiero detener en la imagen del húngaro André Kertész tomada en
Nueva York en 1954, en Washington Square. El fotógrafo había llegado a esa
ciudad el 15 de octubre de 1936, acompañado de su mujer, Elisabeth. En realidad
nunca se sintió cómodo en los Estados Unidos (su pasaporte de origen no le
ayudó durante la guerra) y ni siquiera se llegó a manejar bien en inglés,
aunque vivió allí hasta su muerte en 1985, ya bajo nacionalidad americana.
Tanto es así que en 1984 hizo donación al estado francés de todos sus
negativos. Francia había sido su patria de adopción y, sobre todo, su patria
intelectual. Sin dejar de ser húngaro (a veces pienso que sin Hungría se
perdería una parte importante de la historia de la fotografía europea), fue en París
donde trabajó con mayor intensidad e ilusión, donde se definió su mirada y
donde produjo en no muchos años una parte fundamental de su obra. Por cierto, lo
hizo sobre todo trabajando para revistas y editoriales, y muy especialmente
para la mítica revista Vu, a las
órdenes de Lucien Vogel. Así lo siguió haciendo durante toda su vida, y así lo
harían después otros muchos fotógrafos, como Diane Arbus, por ejemplo, en ese
mismo Nueva York. A Kertész le tocó vivir un momento fascinante, el del
nacimiento de una intensa relación entre las imágenes y el mundo editorial, un
verdadero matrimonio entre la
fotografía y la prensa, al que ambas parecían predestinadas casi desde su
nacimiento, a la espera tan sólo de que los adelantos técnicos permitiesen
reproducir las fotografías con suficiente calidad en libros y periódicos. Un matrimonio
que cuajó en la Europa de los años veinte y luego se desarrolló con tanto éxito
también en América. Un nuevo modo de trabajar que suponía que los fotógrafos ya
no sólo vendían sus obras, al modo de
los pintores, sino que pasaban a ser considerados autores y, al modo de los escritores, cobraban por los derechos de
reproducción de sus fotografías (algo que en nuestros días parece andar un
tanto desmejorado, al menos en lo que a la prensa se refiere…). Por esa época
otro húngaro, Brassaï, que inicialmente había acudido a París a ganarse la vida
con la pluma, trabó relación con Kertész e, influido por él, terminó haciéndose
fotógrafo.
Lo que
impresiona de Kertész es su coherencia visual a lo largo de toda su vida. Cómo
su estilo va evolucionando lentamente, madurando, como el de los verdaderos
maestros… ¡Cuánta fotografía encierra la obra de este hombre! Acaso esa imagen
tan simple y poderosa de un tenedor apoyado en un plato sintetice buena parte
de lo que pretendo decir. Kertész nunca pareció querer ocupar ningún lugar
destacado, o no se lo concedimos. Su nombre nunca es citado entre los primeros,
pese a que, cuando surge, siempre decimos: ¡Oh sí, Kertész! ¿Cabe mayor
injusticia? Pero los fotógrafos, o al menos un tipo de fotógrafos, tenemos
contraída con él una deuda infinita, no sólo con su fotografía, sino también con
su modo de entender el oficio de la fotografía. Al observar esa imagen de los
árboles recortados sobre la nieve de Washington Square (atención a esa
presencia humana que, siempre tan discreta como necesaria, se materializa en
muchas de sus fotografías, cuando éstas no son directamente retratos u
objetos); cuando vemos esta imagen y la comparamos con algunas de similar
estructura tomadas en el París de los años veinte y treinta, nos damos cuenta
de que su mirada es la misma y, aunque zarandeada por el tiempo y las
vicisitudes, ahí está, como debe estar la voz en el poeta. Los largos años en
Nueva York, en los Estados Unidos, en un territorio de tanta fuerza visual y
bajo la influencia de la fotografía americana, sin duda la más potente que
nunca ha existido, no le hacen otro fotógrafo, como probablemente tampoco le
hacen otra persona. Tan sólo la muerte de Elisabeth, en 1977, fue un golpe
imposible de superar.
Y junto a los árboles, la nieve. Ese
elemento que, en su mansedumbre, quisiera ser a la vez memoria y olvido. La
nieve, sobre la que Gustavo Martín Garzo ―al hilo de unas fotografías tomadas
por mí en una provincia de Cuenca cubierta de blanco― ha escrito: «Eso
simboliza la nieve, lo que no puede decirse». Quizá la fotografía toda también
anhela eso: lo que no puede decirse.