Esos instantes escasos

 © José Manuel Navia, para el nº 272 de la revista LITORAL: “La felicidad”

Esos instantes escasos

 

          «Para un fotógrafo, escribir algo verdaderamente profundo sobre la fotografía equivale a decir algo profundo sobre la propia vida. Es una tentación que conviene evitar cuidadosamente a menos que uno sea una persona de edad, un escritor excepcional o un personaje de fascinante personalidad. Puesto que yo no pertenezco a ninguna de tales categorías, es mi opinión que en este orden de cosas resultarán suficientes unas cuantas reflexiones, ciertamente poco profundas y expuestas en estilo llano.»

 

Así comenzaba, hace no pocos años, el fotógrafo alemán Thomas Höpker un texto sobre su propio trabajo. Milagrosamente ha acudido en mi auxilio cuando me disponía a redactar estás líneas sobre la felicidad y la fotografía. Bien está prevenirse de cualquier tentación de perder contacto con el suelo, so pena de perder la noción de nuestra propia estatura, según machadiano consejo. Y es a todas luces evidente que de los tres requisitos a los que se refiere Höpker como condición para ponernos en modo profundo, no cumplo ni el segundo ni el tercero, y en cuanto al primero, si bien es verdad que estoy más cerca, prefiero pensar que aún me falta mucho… Por ello, intentaré hilvanar unas cuantas reflexiones en torno al tema que nos ocupa, aunque a veces pueda parecer que me olvido de él, o dicho coloquialmente, que pierdo el hilo.

 

Creo que en mi vida de fotógrafo, es decir, en mi vida, pues como bien apunta el alemán, oficio y vida son la misma cosa para muchas de las personas que nos dedicamos a esta alquimia de la toma de imágenes mediante la cámara oscura—«gambusinos de la nada», nos llamó Álvaro Mutis—, he intentado que mis ambiciones fuesen siempre intencionadamente moderadas y por ello mis resultados necesariamente modestos. Pero otra cosa son los sueños, pues como nos enseñó el más humilde de los poetas más grandes, Fernando Pessoa (acaso él preferiría que dijésemos Álvaro de Campos): «No soy nada. / Nunca seré nada. / No puedo querer ser nada. / Aparte de esto, albergo en mí todos los sueños del mundo».

 

Creo que el mayor regalo que me ha hecho la vida ha sido no haber perdido nunca de vista aquellos primeros sueños que un día, a decir de mi familia, me llenaron de pájaros la cabeza cuando, apenas adolescente, fantaseaba en el cuarto oscuro improvisado en la alhacena de la vieja casa familiar, en la madrileña corrala donde nací, bajo el influjo narcótico de la luz roja y los olores a revelador y fijador, con un futuro dedicado a la fotografía en cuerpo y alma, actividad que me había enganchado como verdadera droga dura… ¿Cabía mayor y mejor sueño que el de poder ganarme la vida andando por el mundo con una cámara, dedicado al oficio más hermoso, el oficio de mirar? ¿Cabía mayor felicidad? Desde entonces nunca he querido ni sabido renovar aquellos sueños iniciales; es más, creo que ese continuo actualizar los sueños es la mayor trampa que podemos y solemos hacernos los adultos. Primero, nuestro sueño es poder dedicarnos a lo que nos gusta, o incluso nos apasiona, luego alcanzar reconocimiento, luego fama, dinero, luego… ¿hasta dónde? No, no vale. Ese soñar y soñar ansioso tiene más que ver con la insatisfacción que con la ilusión, y más con la infelicidad, tan presente en estos tiempos en los que tanto tenemos y tanto necesitamos precisamente para seguir siendo infelices. Tal vez por eso, por haber mimado aquellos sueños primigenios, bien podría hacer mías las palabras que escribió Joseph Conrad cuando sentía que había pasado el ecuador de su vida y un acontecimiento impactante le animó a echar la vista atrás: «Durante un instante había contemplado fríamente la vida de mi elección. Se habían esfumado sus ilusiones, pero permanecía su fascinación». ¿Tendrá que ver esta fascinación con la felicidad?

 

Wittgenstein, en su célebre «Conferencia sobre ética», la única que dictó en su vida —y en la que por cierto afirmó una vez más aquello de que ética y estética son la misma cosa—, al comenzar hace dos salvedades especialmente acertadas: la primera atañe al lenguaje, a las dificultades del lenguaje, y la segunda a las falsas expectativas que pueden albergar quienes hayan acudido a escucharle. En cuanto a lenguaje, su primera dificultad consiste en que él se expresará en inglés, siendo su lengua materna el alemán. Y si ya pasar de una lengua a otra encierra una clara dificultad, ¡qué podemos decir cuando pasamos de un lenguaje a otro!, del lenguaje de las palabras, ese que de algún modo es intrínseco a nosotros mismos y nos hace propiamente humanos, al lenguaje de las imágenes, si es que tal cosa puede ser así llamada. Nos gusta decir que la fotografía es un lenguaje, pero ¿qué tipo de lenguaje? Podríamos decir que es un lenguaje un tanto raro, muy antiguo, un lenguaje que no dice, sino que muestra…vale, pero ¿no es verdad que eso que nos muestran las fotografías en muchas ocasiones también nos dice mucho? Como siempre, hemos desembocado en esa diferenciación muy wittgensteniana entre el decir y el mostrar. Digamos con el maestro anglo-austriaco que lo que de verdad importa en la vida no se puede decir, sino que sólo se puede mostrar—él se refiere, obviamente, a los asuntos de la ética y la estética—, y así las gentes de la fotografía quedaremos especialmente satisfechas, pensando que servimos para algo en nuestro afán obsesivo por mostrar y, en ese mostrar, mostrarnos inevitablemente a nosotros mismos. Pero ojo, que en este ejercicio estético que es el mostrar, la ética está ahí presente, no lo olvidemos.

 

Y ¿no será esa dichosa ética, tan poco posmoderna por cierto, la que viene a fastidiarnos la felicidad? O, a sensu contrario, ¡olvidémonos de la ética y vivan la alegría, la risa o incluso la farra! Porque a lo mejor aquí está el meollo de la cuestión, en esa confusión tan habitual entre felicidad y alegría. Y no porque tenga nada en contra de la alegría, sentimiento tan saludable y necesario, bien al contrario, pues yo mismo paso habitualmente por ser una persona alegre, y creo serlo. Bien es verdad que otra cosa es mi fotografía, calificada como triste con no poca frecuencia. Y así hemos llegado a la confusión tan frecuente en el mundo de la imagen entre denso/oscuro igual a triste, y claro/luminoso igual a alegre. ¿Estamos seguros de que esto siempre es así? Tal vez deberíamos preguntarnos de dónde viene ese miedo, tan de nuestra cultura, a lo oscuro, o ese horror al vacío, y echar un poco la vista en dirección a oriente. (La relectura de El elogio de la sombra de Tanizaki no estaría mal). O, sin salirnos de nuestro medio, mirar la historia de la fotografía con ojos abiertos y disfrutar de aquellas densidades de los grandes maestros, de Atget, de Strand, de Dorothea Lange, de Eugene Smith…Disfrutar en sus exposiciones de unos tirajes que podríamos denominar sin complejos, de negros profundos y fuertes contrastes. Incluso los de la mismísima Diane Arbus, aunque me temo que citar a Arbus en un texto sobre la felicidad puede parecer ya casi una afrenta. Aún recuerdo mi sorpresa, por no decir estupefacción, cuando en su gran exposición antológica, Revelations, pudimos comparar sus tirajes de época, hechos por ella, con otras fotografías de las mismas series copiadas a posteriori para dicha exposición. La diferencia de densidades era sorprendente; las copias actuales eran más claras, más suaves, lo que se suele denominar en el argot más lavadas; en definitiva, más como ahora se llevan. ¿Por qué los responsable de los tirajes actuales no tomaron como referencia los realizados por la propia autora en vida? Ella sabría lo que quería, ¿no? Aunque no me extrañaría que haya quien piense que la equivocada era la propia fotógrafa. Es una sensación que tengo con frecuencia en muchas exposiciones retrospectivas, cuyas copias se adaptan a las modas actuales, como si hubiera que alegrar y suavizar lumínicamente oscuras tristezas pretéritas. Hacer esto con las fotografías es como coger un texto de un autor del pasado y adaptarlo a los usos lingüísticos de hoy. Y donde Cervantes, por ejemplo, pone rocín, ponemos nosotros caballo sin más (¿quién usa hoy día la palabra rocín?) y así nos cargamos de paso las connotaciones que dicha palabra encierra, pues un rocín no es un caballo cualquiera, sino uno tan destartalado como corresponde a su ingenioso amo.

 

Llegados a este punto no veo otro camino que recurrir, como siempre, a los griegos. Y quién mejor para guiarnos que el maestro Emilio Lledó, en un libro de título provocativo y muy al caso: Elogio de la infelicidad, que finalmente es todo un canto a su contrario. Para los griegos hay dos conceptos fundamentales, ambos de carácter ético: felicidad y excelencia. La felicidad (eudaimonía) es una forma de experiencia y en un principio significaba tener más que los otros. Sería, como bien afirma Lledó, un poseer más bienes materiales para enfrentar mejor las vicisitudes del porvenir. Algo así como un antecedente de nuestra desquiciada sociedad de consumo. Pero en seguida la cultura griega transmutó democráticamente el concepto de felicidad, y ese tener más se convirtió en ser más. Del mismo modo que la felicidad evolucionó del tener al ser, es decir, pasó al ámbito de la virtud, de forma que sólo podría alcanzar la felicidad la persona virtuosa, el significado de excelencia (areté) evolucionó hacia el concepto de bondad, pero en el sentido de lo que es bueno, de lo que sirve. Además la areté no es hereditaria, sino que se puede enseñar y ese será el fin de la educación. «Esta sencilla tesis provocó una verdadera revolución moral e intelectual», afirma Lledó, quien también nos hace notar el hecho de que el héroe de la Odisea elige los sufrimientos del retorno, del nóstos, y en definitiva la vejez y la finitud, en vez de los placeres y la inmortalidad que le ofrecía Calipso. Pero lo fundamental es el hecho de poder elegir, el concepto de elección, la proaíresis, que según Aristóteles es el verdadero motor de la democracia. Elegir entre la muerte y la inmortalidad no solo es una ficción, sino que es algo peor, «supone una distorsión esencial en el orden de los deseos». Elegir la mortalidad es lo esencialmente humano, y esta elección atañe a la virtud, y consecuentemente, a la felicidad, aunque hoy nos suene extraño; sin embargo la oferta de Calipso es finalmente la raíz de todas las alienaciones y engaños. Y temo que en esas andamos, entre alienaciones y engaños, como si en todo este tiempo no hubiésemos aprendido nada.

 

Pese a todo, creo que la fotografía es un magnífico camino hacia la felicidad para quienes la practicamos y también para quienes la leen o contemplan. ¿Tendrá esto que ver con la memoria? Sin duda. Pero sobre todo tiene que ver con la vida, con la vida vivida de primera mano. Para la escritora estadounidense Annie Dillard «el hecho de abrir los ojos y contemplar es una recompensa. (…) Es al mismo tiempo receptividad y concentración. Esos instantes escasos son el meollo de la existencia». Acaso por esos instantes ronden la felicidad, también escasa… y la fotografía.