Acerca de la eterna (y feliz) confusión en torno a la fotografía

© José Manuel Navia, para el nº 250 de la revista LITORAL: “Escribir la luz”

La invitación de la revista Litoral para colaborar con este artículo me ilusiona especialmente, tanto por el hecho de que tan prestigiosa publicación decida dedicar un número monográfico a la fotografía, como porque, tratándose de una revista de literatura, sus editores hayan entendido que la fotografía en sí misma puede tener un lugar en sus páginas; por una vez no el generoso papel de acompañante que la caracteriza, sino el de protagonista. Mucho se ha escrito acerca de la hermandad entre palabras e imágenes; soy de los que sienten que la fotografía mantiene un vínculo mucho más estrecho con la literatura que con cualquier otro medio de expresión, incluida la pintura, pese a ser su hermana pequeña, heredera... o el parentesco que cada uno quiera atribuirle. Y eso que quien esto escribe lleva recibiendo la gozosa, decisiva y muy cercana influencia de la pintura durante más de media vida. Pero podríamos decir que ambos medios, literatura y fotografía, comparten en cierto modo algo esencial, la materia prima con la que ambos trabajan o de la que se nutren: el tiempo. Ya sé que esa vinculación con el tiempo puede ser reivindicada por el arte en sentido genérico, por cualquier artista... y por cualquier persona en definitiva. Pero la intensidad –me atrevería a decir esencialidad– que alcanza en la fotografía, que ante todo es tiempo, sólo tiene para mí parangón con lo que ocurre en literatura. De ahí la casi brutal relación de ambos medios con la memoria, con el recuerdo y el olvido... o con la luz y la sombra, como magistralmente intuyó en unos versos el malagueño Manuel Altolaguirre, traído a esta revista que fue su casa: “El que espera y olvida / siempre goza de la luz / porque el olvido es blanco. […] El que recuerda y teme / siempre vive en la noche / porque el recuerdo es negro.”

Dejo que sea un fotógrafo, Ferdinando Scianna (impregnado hasta el tuétano de la cultura y la amistad de otro siciliano como él, Leonardo Sciascia), quien nos acerque a este modo de entender la fotografía: “Mi concepción de la fotografía se centra en la idea del relato y de la memoria. Lo mismo que sustenta la literatura. Esta consideración resulta provocadora para la deriva de la noción de fotografía en la cultura contemporánea. La fotografía fue históricamente vivida y pensada como instrumento de documentación y testimonio. Sirvió para guardar nuestra memoria, la huella del tiempo que corre inexorable. Era escritura de la realidad. Hoy ha mutado su concepto central. Se mira, se muestra y se usa la imagen fotográfica como cualquier objeto estético. Se exige un acercamiento a ella igual al que requiere un cuadro.” Scianna hace esta reflexión en una entrevista reciente, desde sus 66 años, con cierta añoranza no exenta de amargura. Pero esta noción de lo fotográfico no es algo periclitado –aunque haya ciertos intereses empeñados en ello–, sino que goza de plena vigencia para fotógrafos de muy distintas edades, muchos de ellos jóvenes e incluso muy jóvenes. La fotografía, ese “paroxismo de la mirada, arte cotidiano y dificilísimo de mirar las cosas con los ojos abiertos”, sobre la que un día escribió Antonio Muñoz Molina, comparándola con la “hipóstasis de la voz” que es la literatura, para concluir que “La literatura da cuenta del mundo inventándolo; igual hace la fotografía, es decir, la mirada.”

Líbreme Dios de querer suscitar aquí polémica con otras interpretaciones distintas de lo fotográfico, con otros usos más ligados al lenguaje y al mercado del arte contemporáneo, por ejemplo. La grandeza de la fotografía es que desde su origen humilde y sus escasas exigencias, sirve para todo y para todos (bien sabía lo que hacía Pierre Bourdieu cuando ya en los años 60 la consideró Un arte intermedio). Sin ella el cine no existiría, y la medicina o la ciencia no habrían alcanzado su espectacular desarrollo, por citar sólo un par de ejemplos. Pero quiero reivindicar esa noción de lo fotográfico que es de algún modo la troncal, la que ha hecho de la fotografía un medio autónomo, único y distinto de los demás, capaz de dotarse de una narración propia y de una historia. Algo que no es ni mejor ni peor, ni más ni menos importante, pero sí distinto. Y que ya intuyó con clarividencia Walter Benjamin a finales de los años veinte analizando las obras de Atget y de Sander. Es un concepto de fotografía que sirve para todas las fotografías, desde las que se guardan en una caja familiar hasta las que aparecen en un periódico, un libro, la pantalla del ordenador, o se cuelgan en la pared de una galería o un museo. Como dice el fotógrafo y profesor estadounidense Stephen Shore: “Todas las copias fotográficas poseen cualidades comunes. Esas cualidades determinan la manera en que el mundo que se despliega ante la cámara se convierte en fotografía, y además conforman la gramática visual que nos permite dilucidar su significado.”

En definitiva, para muchos de nosotros la fotografía es y sigue siendo, ante todo, mirada, el ejercicio de la mirada. Y su resultado siempre es un rectángulo o cuadrado bidimensional definido por sus bordes, sea una cartulina o una pantalla. La fotografía contiene algo que se parece al mundo, pero no es el mundo, aunque pertenece a él. Y desde este punto de vista, yendo ya a lo que se supone que es el motivo central de este artículo, el paso del soporte argéntico (por usar el término preciso adoptado en Francia) al digital es sin duda un cambio muy importante, pero acaso no tan sustancial como quisieran hacernos creer.

Otra cosa es lo que me gustaría denominar cariñosamente el aterrizaje – plácido o forzoso– de los artistas plásticos en el soporte fotográfico, incentivado sin duda por estos cambios tecnológicos que tanto han facilitado las cosas. El tema es apasionante, y entre los resultados de este acelerado proceso encontramos trabajos interesantes y otros muchos no tanto… como siempre. Pero al hilo de estos cambios, los más modernos críticos, teóricos, curators, directores de instituciones, y no pocos autores, se apresuran con ahínco a decretar la muerte de la fotografía como tal y a encerrarla ahí, embalsamada en archivos y museos, en viejas publicaciones, como algo del pasado ligado a las sales de plata (no tanto a la luz, ni siquiera a la cámara oscura, curiosamente.) A partir de ahora, nos dicen, la fotografía no es más que otro soporte al servicio del artista… El arte lo ocupa todo y muchos quieren ser artistas. "¡La pintura ha muerto!", gritó el pintor historicista Delaroche cuando contempló el primer daguerrotipo. ¡La fotografía ha muerto!, nos dicen ahora... En fin, ni mi condición de mero fotógrafo ni mis escasos conocimientos me animan a transitar demasiado por este jardín lleno de trampas. Tan sólo, para los interesados, me gustaría dejar aquí tres apuntes. Primero: recomendar el artículo publicado en el New York Times por el crítico Philip Gefter en abril de 2005, de revelador título: “Las fotografías, nuevos objetos de prestigio con precios acordes”. Segundo, al hilo del anterior: reflexionar sobre el uso y abuso de los grandes formatos, más cercanos a los códigos de la pintura y el museo, y necesarios para dotar a obras en ocasiones vulgares y fotográficamente pobres, de estatus y valor. Y tercero: recordar, como le gusta hacer a mi buen amigo Eduardo Momeñe, que una gran parte de las obras maestras de la historia de la fotografía fueron hechas por fotógrafos que sólo pretendían ser fotógrafos y hacer fotografías, nada más... y nada menos. Pero si hablar con insistencia a veces estomagante de arte y artistas es un síntoma de lo más cool, también lo es hablar del mercado: si todo es arte, más aún todo es mercado; esto sí que son palabras mayores. ¡Cómo tan rutilantes astros no iban a hacer por encontrarse en la galaxia de la modernidad! Menos mal que el maestro Julio Caro Baroja nos enseñó que nada es menos contemporáneo que lo moderno.

En definitiva, que la fotografía en soporte digital ya lleva un tiempo con nosotros y parece que llegó para quedarse, que las chicas y los chicos quieren ser artistas (como cantaba Conchita Velasco "Mamá, quiero ser artista / ¡oh! mamá, ser protagonista..." allá por los años 80), y que pese a todo, los fotógrafos seguimos haciendo fotos, porque para nosotros la fotografía es un modo de estar en el mundo, de pertenecer a él y hacerlo nuestro. Y porque, al fin y al cabo, en literatura por ejemplo, ¿cuántas veces se ha dado por muerta a la novela?

Quisiera establecer aquí una diferencia, que no implica ningún juicio de valor, entre los fotógrafos y aquellos artistas que se sirven de la fotografía. Para los primeros lo fundamental es la mirada, el acto fotográfico en sí, la relación con el mundo a través de la cámara; y las imágenes son la grata –o ingrata– consecuencia de ese proceso. Para los segundos la obra, la imagen acabada es, desde el principio, el objetivo de dicho proceso, y todo se conduce y planifica en función de ese resultado final. Ello no quita que tanto las obras de unos como las de otros puedan ser consideradas –o no– obras de arte o productos artísticos; pues el que un trabajo pueda ser elevado a categoría de arte, al final dependerá más de sus calidades en sí que de las ganas de ser artista de su autor. Por lo tanto, soy de los que piensan, como Paul Strand, que más vale dedicar todas nuestras energías a hacer nuestro trabajo lo mejor que podamos. Para quienes se sienten fotógrafos, “la cámara es un instrumento de detección”, en palabras de Lisette Model, la maestra de Diane Arbus ,“fotografiamos lo que vemos y lo que no vemos... cuando apunto a algo con la cámara, estoy haciendo una pregunta y a veces la fotografía es la respuesta... En otras palabras, no trato de demostrar nada. Soy yo quien recibe la lección.” Así, podemos afirmar que una fotografía no se hace, sino que se resuelve; es algo distinto de un dibujo, una pintura, una instalación o cualquier obra en la que se parte del papel en blanco o del espacio vacío. Para el fotógrafo, a diferencia de otros autores, el trabajo no consiste en poner, en añadir, sino más bien en quitar, en elegir. El fotógrafo no crea. La que crea la imagen en sentido literal es la cámara sobre un soporte sensible a la luz; se trata de un procedimiento mecánico (de aquí la importancia del elemento técnico en fotografía). El fotógrafo debe conocer y utilizar esa técnica para enfrentarse al mundo, un todo que en cierto modo es un caos, y dotarlo de un sentido gráfico. Fotografiar consiste en resolver ese problema por la vía de la selección. Se trata de hacer nuestro el mundo mediante una gramática visual que lo haga fotográficamente inteligible.

Por ello, podemos afirmar que la fotografía es un lenguaje que nos habla del mundo, pero que en ningún caso es copia de la realidad. Como antes decíamos, la fotografía pertenece al mundo pero no es el mundo; es decir, la única realidad de la fotografía es la propia fotografía. Decía Garry Winogrand –recordando a Model– que fotografiaba porque sentía curiosidad por saber cómo se vería el mundo en la fotografía. Se dice que la imagen es huella de la realidad cuando es fruto del ennegrecimiento de las sales de plata por efecto de la luz a través de la cámara oscura, pues de algún modo la propia realidad se habrá grabado a conciencia y de forma indeleble en la emulsión. Esta idea de la huella, tan grata a los semiólogos, parece que de algún modo nos garantiza la veracidad de lo fotográfico. Sin embargo ahora, con el soporte digital, es como si la imagen no se quedara impresionada de verdad en el conjunto sensor/tarjeta de memoria, y no hubiera huella. Y, sobre todo, al descomponerse en píxeles, sería tan fácil de alterar que ya no le quedaría a la fotografía ningún viso de verosimilitud. Pero es precisamente esa función notarial de la realidad la mayor trampa y mentira de la fotografía, no ahora, sino a lo largo de toda su historia. No pocos autores la han estudiado, y empezando por los casi ingenuos retoques de las fotografías oficiales del régimen soviético, de las que iban desapareciendo distintos líderes a medida que caían en desgracia, podríamos llenar varios artículos como este. Sirva citar a Joan Fontcuberta, que, además de su magnífico trabajo como divulgador, ha dedicado y dedica –ahora en digital– buena parte de su obra a desenmascarar las trampas de la fotografía, con brillantes intuiciones y no poco tino. Sobre ese peligroso aserto de la supuesta verdad de lo que aparece en la foto, se han perpetrado, por ejemplo, algunos de los más flagrantes abusos dentro del ámbito del reporterismo más combativo o de denuncia, que ha terminado sometiendo la realidad a una dramatización más o menos brutal amparado en la coartada de las buenas intenciones. Ah, y claro que para mí también la huella es importante, pero más que la que quede registrada en la película o en la tarjeta, la que queda grabada en nuestra memoria.

En el afán de algunos teóricos –sobre todo europeos– por negar el pan y la sal, les hemos oído recurrir incluso a argumentos etimológicos para decir que la palabra fotografía ya no sirve para la era digital, e incluso proponer algún nombre como digitografía. ¡Ahí es nada! Tendremos que recordar una vez más, como nos enseñan los más elementales textos, que foto-grafía proviene de dos palabras griegas, y significa pintar o escribir con luz. Y si ello es así ¿por qué diablos las sales argénticas son condición indispensable? ¿Acaso no nos servimos también de la luz con la cámara digital y obtenemos imágenes? En realidad ni la cámara es indispensable; bien lo sabía Man Ray con sus rayogramas. Podríamos ahora iniciar pesquisas con físicos y químicos para dilucidar si la transformación molecular que se produce en la emulsión por acción de la luz, es en mayor o menor medida comparable con la que se produce en los píxeles de los sensores y el silicio de las tarjetas a nivel atómico... No sé por qué, este camino me recuerda aquella maravillosa discusión en los primeros años de los ordenadores acerca de si los escritores debían o no trabajar con lo que entonces aún algunos llamaban computadoras, y cómo les afectaría. Hoy produce un cierto sonrojo recordarlo. ¡Claro que el medio, desde entonces, habrá influido en el estilo, en el lenguaje; como otros muchos factores! La herramienta siempre condiciona el resultado, y no haremos las mismas fotografías trabajando en digital que en argéntico, como tampoco las haremos trabajando en blanco y negro o en color, o pasando de la cámara de 35 milímetros a otra de 6x6 o de placas. En nuestras manos sigue estando hacer la fotografía que queremos hacer y no la que nos impongan las modas, el mercado o los fabricantes de aparatos. Ya sé que no es fácil, pero nunca lo fue.

Para mí, como fotógrafo, tuvo mucha más trascendencia la decisión de abandonar el blanco y negro para trabajar sólo en color (de ello hace casi treinta años), o mi primer trabajo en Marruecos en otoño de 1991, que marcó un antes y un después en mi manera de ser fotógrafo (y de estar en el mundo), que lo que supuso en 2006 el paso al digital. En la España de principio de los 80 el prestigio del blanco y negro aún era indiscutible, y quienes nos lanzábamos al color teníamos que hacernos sitio como podíamos. El digital, precisamente por su gran versatilidad, nos permite acercarnos a los resultados deseados, y nos abre nuevos caminos, pero en todas esas posibilidades, esa facilidad, está también el peligro. Nadie nos obliga a cambiar nuestro propio lenguaje. Se trata de seguir siendo fotógrafos si queremos serlo, y no de enredar con el juguetito. De seguir ejerciendo el oficio con el mismo rigor y el mismo respeto por los materiales, sean estos los que sean. Quien no era pictorialista antes no veo por qué tiene que convertirse ahora en neopictorialista digital, neologismo casero acuñado a medias entre el diseñador Roberto Turégano y un servidor. Hay quienes trabajan como si los fabricantes tuvieran el poder de obligarles a utilizar todas las posibilidades que brindan sus artefactos... Aún recuerdo de chaval la cara y la exclamación de mi madre ante el gran botón programador de la primera lavadora superautomática que entró en casa: "¡Pero voy a tener que usar todos esos números!" La verdad es que ¿quién de nosotros ha usado más de dos o tres programas de los muchos que tienen nuestras lavadoras?

Leí hace pocos días, en un diario nacional, una entrevista a David Remnick, director de la revista "The New Yorker" y premio Pulitzer. Ante la insistencia de su joven entrevistador, un periodista al parecer fascinado con el nuevo periodismo digital, este americano de 51 años nada ajeno a las nuevas tecnologías por cierto, se vio obligado a contestar "Prefiero que hablemos largo y tendido de Ana Karenina que del cacharro que le sirva para leerlo", añadiendo que si el lector quisiera leer la revista en una lata de refresco, él la pondría ahí, pero la calidad de los contenidos seguiría siendo lo más importante. Otra cosa es que lo digital no sólo es un soporte, sino que empieza a ser una civilización, y este es el verdadero cambio, que no sólo ni principalmente atañe a la fotografía, sino al mundo que nos toca vivir. La sociedad del espectáculo que ya anunció Guy Debord en los sesenta va alcanzando las más altas cotas aupada por la tecnología... A primeros de septiembre, Mario Vargas Llosa (quién me iba a decir que lo citaría aquí como Premio Nobel), en una entrevista para El Cultural, alertaba acerca de los peligros de esta nueva civilización, en la que hay algo maravilloso, aspectos muy positivos, pero en la que predomina la cosa leve, ligera, pasajera, pues la manera de llegar al gran público es apuntar a lo más bajo. Decía que lo electrónico tiende a introducir la facilidad, a destacar el entretenimiento rápido, como en la televisión. Y se mostraba pesimista: "La pantalla va a frivolizar y banalizar extraordinariamente la cultura. [...] La estupidez ha entrado masivamente, apoyada además por una tecnología punta. [...] Si algo puede defendernos de ese fenómeno de la frivolización, que es el fenómeno cultural más importante de nuestro tiempo, es leer a Tolstoi, a Víctor Hugo, a Joyce, el Quijote..."

En nuestras manos está seguir luchando por ser el fotógrafo que queramos ser, y que nuestras fotografías, en la cartulinita de siempre o en el monitor, sigan surgiendo de algo profundo, del respeto a los demás, a la realidad, al oficio y a nosotros mismos. En nuestras manos está no contribuir a ese clic, clic, clic... fácil, alocado y universal que está llenando el mundo de fotos de usar y tirar (y muchas veces de ni tan siquiera usar). En nuestras manos está resistirnos a esa banalización, acudir al consuelo de los verdaderos maestros –los Tolstoi, Joyce y Cervantes de nuestro oficio– y confiar en que siempre encontraremos algún eco que responda a nuestra voluntad inquebrantable de fotógrafos, ya que, como me repetía mi abuela Ana de niño: siempre habrá un roto para un descosido. Al fin y al cabo, parece que Delaroche felizmente se equivocó.